lunes, 26 de mayo de 2014

DESAZON

Siempre la misma liturgia, siempre el mismo proceder. Todos los días iba a comprar a aquella tienda, siempre había una excusa, todo con el único fin que aquella muchacha, que aquella joven le atendiera. Y es que se había quedado prendado de ella. No importaba si aquel establecimiento era más caro o más barato que los restantes que había en el barrio. Solo tenía un motivo para ir allí: Su presencia. Solo había intercambiado con ella breves conversaciones, poco más allá del mero lenguaje entre un cliente y un vendedor, vendedora en este caso. Apreciaba su cara, para él, perfecta; degustaba su sonrisa, siempre presente; se dejaba embargar por esos ojos que brillaban de belleza; sentía esas manos que él había tocado alguna vez, cuando le daba dinero, y disfrutaba igual que si acariciase la seda. Nunca se lo daba exacto para poder vivir ese roce.
Siempre, antes de entrar, miraba si estaba ella, observaba, buscaba su presencia, con el único objetivo de oír su voz, para mirarla, para sentirla cerca de él. Más de una vez había pensado que debía actuar, que debía intentar acercarse a ella, que debía dar el paso definitivo, buscando manifestarle sus sentimientos. Estaba decidido, no iba a tardar ya mucho en hacerlo.  Pero esa mañana no estaba, esa tarde tampoco. Al día siguiente tampoco, y así durante tres días más. Tres jornadas en las que se iba a casa sin haberla visto, solo con su recuerdo. ¿Qué podría estar ocurriendo? ¿Tendría el jefe más tiendas y la habría mandado a otra? Estaba desazonado, no sabía qué ocurría.

Pero, al fin, esa mañana, tras tres largas jornadas, en las que no había podido alimentarse de su presencia, se postuló delante de la puerta de la tienda, y tras dudar breves segundos, decidió entrar. Cuando un dependiente, que él no había visto nunca, jamás, por allí, preguntó qué deseaba, se quedó mudo por un instante y quieto; pero, después, contestó que quería hablar con el encargado. Enseguida le llamó, y este le dijo que en unos minutos estaba con él. Miraba para un lado, miraba para otro, buscaba con la mirada hacia detrás del mostrador, donde había varios pasillos, entre estanterías, pero no venía, no veía nadie. Pasado un tiempo, no muy largo, aunque si excesivo para nuestro protagonista, apareció y preguntó qué deseaba. Este inquirió sobre la tendera que siempre estaba allí. Se le quedó mirando, de arriba abajo, con un mohín de cierto desprecio, y tras un breve lapso de tiempo, le contestó: “La he despedido”.
Nuestro personaje se quedó absorto, parado, y casi sin hablar, movía los labios, pero no articulaba palabra. El encargado fijaba la vista en los papeles que llevaba sobre una carpeta, y anotaba algunas palabras y números, ya no miraba a su inquisidor. Al rato, algo recompuesto, preguntó cuál era el motivo. Este no contestaba, seguía leyendo y apuntando, y se marchaba. Pero, agarrándole por el brazo, impidió que se fuera. La situación parecía tensarse. Volvió a repetir la pregunta, silabeando, enfatizando, y el jefe, que estaba empezando a hartarse, y para desembarazarse del mismo, le contestó finalmente, de mala gana y con desprecio: “me sale más barato este chico que ella”, marchándose y dejando a nuestro personaje allí, bloqueado, ensimismado, con los ojos a punto de llorar, con la rabia en su interior, y decidió marcharse, dando un fuerte golpe a la puerta del establecimiento.
Pasaron unas jornadas, y apareció por la tienda nuevamente, estaba intranquilo, y estuvo enredando entre las distintas estanterías. El nuevo dependiente, que observó la escena acaecida jornadas atrás no le quitaba la vista de encima, se le notaba algo nervioso. El hombre estaba haciendo tiempo con el único fin de encontrarse con el encargado, con el jefe, con el culpable de la zozobra que estaba viviendo, con la angustia que estaba padeciendo. Cogía un artículo, lo soltaba, hacía lo mismo con otro, andaba para arriba y para abajo entre los pasillos, mirando hacia el mostrador. Al final, y viendo que éste no aparecía, cogió un artículo y se dirigió a la caja, pagó, y cuando le fue a devolver la vuelta el nuevo dependiente, un chico joven, delgado, algo apocado, le dijo que se quedase con ella, preguntando por el jefe. El superior estaba cerca, y oyó como preguntaban por él, por lo que se acercó al mostrador. Al ver al individuo, no pudo dejar de reflejar el desagrado en su rostro, recordando aún los acontecimientos vividos, por lo que se dirigió a él, de forma seca, directa, preguntándole qué deseaba, sin quitar la mirada de su cara. Pero, sin mediar palabra, nuestro protagonista, sacó de su cazadora un cuchillo, abalanzándose sobre el superior, asestándole una puñalada en el pecho, cayendo éste desplomado al suelo; la sangre se escapaba del cuerpo de la víctima a borbotones, creando un charco de sangre que iba aumentando de tamaño cada segundo. El chico, el empleado, quedó paralizado en un primer momento, y después, tras recomponerse del shock inicial, salió en auxilio de su jefe, que perdía la vida por momentos.
El autor de la puñalada, se dio la vuelta, sin mirar a su víctima, con el acero en la mano, se marchó y dijo en voz alta “PUTA REFORMA LABORAL”.

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